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VI. Ratificación del Gabinete por el Poder Legislativo

En el mismo sentido de los puntos anteriores, también podría resultar interesante otorgar a las Cámaras, o por lo menos a una de ellas, la facultad de aprobar los nombramientos de los secretarios de Estado. Actualmente el Senado cuenta con facultades para ratificar el nombramiento del Procurador General de la República y el de otros altos cargos de la administración pública y del Poder Judicial de la Federación (artículo 76 fracción II constitucional)(30).

Lo ideal sería que todos los miembros del gabinete fueran ratificados por el Senado o por la Cámara de Diputados (31) y que la Constitución exigiera que para poder emitir dicha ratificación los candidatos deberían comparecer ante los legisladores para demostrar su conocimiento del ramo del que van a estar encargados y para exponer las políticas públicas que piensan implementar en caso de ser ratificados. Esta medida tendría tres ventajas concretas que no son para nada desdeñables: a) por una parte, involucraría al Poder Legislativo en una de las decisiones más importantes que se toman dentro del funcionamiento del Estado mexicano y que hoy toma un solo hombre; b) por otro lado, se evitaría que se nombraran secretarios de Estado de forma improvisada o sin conocimiento del área de la que se van a encargar; en este sentido, se podría generar una mayor profesionalización de los titulares de las dependencias más importantes de la administración pública; y c) adicionalmente, la opinión pública contaría con mejores y mayores elementos de juicio con respecto a la idoneidad de los nombramientos de esos funcionarios.

En el caso concreto del Procurador General de la República debería pensarse en que el Poder Legislativo interviniera no solamente en la ratificación de su nombramiento sino que también contara con facultades para autorizar su remoción. Recordemos que el Ministerio Público tiene por mandato constitucional el monopolio de la acción penal. Esto implica que, para desempeñar objetivamente su función, requiere de un mínimo de garantías que lo sitúen, sino por encima, al menos sí al margen de los designios e intereses presidenciales )(32). En todos los países en los que se ha llevado a cabo una verdadera lucha contra la corrupción se han tenido que crear mecanismos de acusación pública independientes, porque de otra forma los vínculos de "solidaridad" entre los miembros de la clase Eolítica han impedido en ocasiones un seguimiento a fondo de las investigaciones por corrupción (33).

Quizá sea este punto, de entre los que se han mencionado a lo largo de este ensayo, el que implique agregar una connotación parlamentaria al sistema presidencial mexicano. Dejando de lado por ahora el debate que se ha suscitado en tiempos recientes entre la opción parlamentaria (también llamada sustitucionista) y la presidencial, vale la pena recordar lo necesario que es superar los "juegos de suma cero" en los que puede llegar a caer el diseño presidencialista. En este sentido, como señala Diego Valadés, "...si la experiencia y la razón indican que hay otras salidas, y que es posible ahondar la ruta de la reforma adoptando y adaptando incluso mecanismos propios del parlamentarismo que, con buenas posibilidades de éxito, podrían injertarse en el presidencialismo, vale la pena intentarlo. Las limitaciones políticas de la suma cero, que han reducido la funcionalidad del sistema presidencial en su configuración actual, pueden ser superadas"(34).

 

 
 
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